¡Ya era hora!

#Soul tech

07.03.2023 Tiempo de lectura: 5 minutos

Ana Martín Fernández

Ilustración: María Altuna Lizarraga

Acaba de llegarme una carta, parece ser que me entregan un premio, el Pioneer Award, a mis 83 años. Supongo que será por aquella patente para la comunicación inalámbrica segura que caducó sin que fuera siquiera utilizada. De eso hace ya 55 años, y son muchos los avances tecnológicos que han surgido a raíz de ella sin nombrarme ni a mí ni a George, mi amigo y coautor del invento. ¡Ya era hora! (it’s about time).

Mi nombre es Hedy Lamarr y soy… ¿qué soy? Supongo que tendría que decir que soy actriz, aunque llevo años sin salir en las pantallas. También soy dueña de una productora cinematográfica y una antigua estrella de la Metro Golden Meyer. Pero soy mucho más que eso. Soy ingeniera. Soy inventora. Soy inteligente. Pero nada de eso importa porque soy bella. Los focos apuntan hacia mí por méritos que no son representativos de todo lo que puedo ofrecerle al mundo.

Recuerdo aún la respuesta que recibí del National Inventors Council cuando les ofrecí mi trabajo y preparación como ingeniera para aportar mi contribución personal al esfuerzo de guerra de los aliados. Según ellos, sería más beneficioso que basara mi participación en mi físico y en mi éxito como actriz, promoviendo la venta de bonos de guerra. Una vez más no valía de nada mi cerebro, solo la vasija que lo contenía.

Estábamos en 1941, medio mundo estaba en guerra y el otro medio estaba a punto de entrar en ella. A mí me alimentaba un profundo rencor hacia los nazis desde que aquel submarino alemán hundió un barco lleno de refugiados en 1940, cuando los Estados Unidos aún permanecían neutrales. Supongo que parte de ese rencor también estaría relacionado con mi primer marido, el empresario Fritz Mandl.

Fritz era mucho más mayor que yo, pero mis padres me forzaron a casarme con él tras el escándalo que supuso mi primera aparición en el cine, Extasis. Esta fue la primera vez que se incluía una escena en la que se veía la cara de la actriz estando desnuda y fingiendo un orgasmo. La actriz era yo. En esos años aún conservaba mi nombre original: Hedwig Eva Maria Kieler. Mis padres, horrorizados, pensaron que Fritz sería capaz de devolverme al buen camino, y vaya que si lo intentó. Fritz era extremadamente celoso y, no solo me prohibió desnudarme o bañarme si no era en su presencia, sino que también me obligaba a asistir a todas sus cenas y reuniones de negocio. Lo hacía para poder controlarme mejor y, de paso, para que le hiciera bonito. Me había convertido en un trofeo de exhibición.

Mi matrimonio con Fritz me fue apagando poco a poco y creó en mi un terrible sentimiento de vacío. Al menos de ese sentimiento nació un impulso que me hizo retomar los estudios de ingeniería que abandoné de joven para perseguir el sueño de ser actriz. A partir de entonces, aproveché las reuniones de negocio de mi marido para recopilar información sobre las características de la última tecnología armamentística Nazi. Y es que resulta que este señor había surtido el arsenal de Hitler y Mussolini antes de la Segunda Guerra Mundial. En tan buena estima le tenían, que esta gente le nombró ario honorífico, y eso que él era de origen judío. Menos mal que, aprovechando un viaje de negocios de Fritz, logré escaparme de la jaula de oro en la que me tenía reclusa.

La huida fue larga y tediosa. Sus guardaespaldas me seguían con ahínco hasta que conseguí embarcarme en el transatlántico Normandie con destino a Estados Unidos. Allí conocí a Louis B. Mayer, productor de películas, que me ofreció trabajo antes de llegar a puerto. Me pidió, eso si, que me cambiara el nombre para que no me asociaran a aquella escandalosa primera película. Elegí como nuevo nombre “Hedy Lamarr” en honor a la actriz de cine mudo Bárbara Lamarr.

Me dice mi hijo que, aunque aquella patente de hace 55 años caducara sin ser utilizada, nadie puede discutir que yo soy la pionera en la técnica que ya se conoce como “transmisión en espectro ensanchado por salto de frecuencia”. Este nombre tan técnico y aparentemente lejano es lo que hay detrás de muchos sistemas de transmisión y datos que utilizáis hoy en día, tanto los civiles como los militares. El 3G, el wifi o el Bluetooth son algunos ejemplos de ello. Pero yo llevo ya años alejada de los focos, aislada en mi mansión en Miami. Los reconocimientos por mis inventos llegan tarde y no quiero formar parte de esta pantomima. Tal vez le diga a mi hijo Anthony y a George que vayan a recoger el premio en mi lugar.

En realidad no soy Hedy Lamar, mi nombre es Ana Martín y me dedico a la investigación en el campo de la computación cuántica. Pero también podría ser cualquier otra científica del panorama actual. Muchas de las situaciones que vivió Hedy a lo largo de su vida, son situaciones que no son ajenas al mundo científico y tecnológico. Nuestra voz en el ámbito de la ciencia y la tecnología, no tiene tanto volumen como nos gustaría.

Suceden dos cosas a la vez cuando eres mujer y científica: no esperan gran sabiduría por tu parte y te dan más oportunidades si eres mona, independientemente de lo que puedas aportar al mundo. Antes de tener una carrera consolidada, es muy difícil hacerte oír en el mundo científico-técnico, tan copado de voces graves y fuertes que llevan siendo escuchadas durante tanto tiempo. Si eres agradable a la vista, te dan más espacio, pero este espacio se nutre del sentido de la vista, no del oído. No importa cómo de relevante, correcto o incorrecto sea tu mensaje, eres mona y solo quieren verte. Un trofeo de exhibición en el congreso.

Afortunadamente esto no sucede en cada rincón de la ciencia, y cada vez se nos ve menos como alienígenas en los despachos y laboratorios. Sin embargo, es innegable que queda mucho camino por recorrer. El primer paso es reconocer la situación, y el siguiente, aprovechando que los ojos ya están abiertos y atentos, tratar de cambiar las actitudes y pensamientos instintivos que llevan muchas décadas fraguándose en la sociedad. Es un trabajo en equipo cauteloso y necesario para seguir avanzando.

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